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José Martí

Historia de una bufanda

Durante muchos años usamos la misma bufanda para ir al Levante. Estábamos orgullosos de lucirla en la nuca, con su aspecto retro del siglo pasado. Esta es su historia.


Desde pequeño teníamos una bufanda del Levante. No recuerdo cuándo ni dónde la compramos. Supongo que sería a finales de los setenta cuando toda la familia comenzamos a ir al campo, como un modo diferente de pasar juntos el domingo por la tarde. Comíamos en el Bar Polit y luego al fútbol, soportando la cola de coches en la estrecha carretera entre la huerta hasta llegar al diáfano parking del Estadio. Sería entonces. En realidad, nunca le hicimos mucho caso. Era una bufanda de esas antiguas, grande, a rayas oscuras, azules y rojas, con unas letras amarillentas, separadas, donde se podía leer Levante UD a lo largo.


No sé cómo, en los noventa la reencontramos en algún cajón, y desde entonces nos acompañaba siempre a todos los partidos, colgada del cuello. Recordamos lucirla en Jerez, Lleida, en las celebraciones, en Europa… No era un amuleto, pero casi. No éramos tan ingenuos como para pensar que ganaríamos los partidos con ella en la nuca porque ya la teníamos el tiempo suficiente como para comprobar que cualquier resultado era posible. No era como cuando de pequeño nos obligábamos a ir al Nou Estadi con un trozo de plastilina en el bolsillo o con alguna estupidez semejante. O como un hijo mío que se empeñó una temporada en vestir unos calcetines de la suerte. O como cuando nos echan en cara invitar a determinados amigos que, con su sola presencia en la grada, son gafes para el equipo.

La perdimos. No sabemos dónde acabó. Ahora ya no la tenemos, pero sí una historia, que -en el fondo- es lo que importa de verdad.

 

Nos gustaba llevar esa bufanda por costumbre y por su aspecto retro. Cuando distribuíamos el “merchaidising” a la hora de salir de casa nos asignaban siempre esa bufanda clásica, cuarentona, con cierta sorna entre mis hijos. No nos importaba que no nos quedara bien. Nos gustaba tanto que no sabíamos si era bonita o no. En el fondo nos daba igual. “Tiene marcas de lejía, es de lana picajosa, las letras ya solo parecen manchas y huele a rancia”, comentaba de vez en cuando el pueblo para desacreditarla. Cierto. Nunca la echábamos a lavar, vaya usted a saber por qué. Pero les rebatíamos fácilmente: “es mi bufanda granota”. Curiosamente, en casa de mis suegros descubrimos una exactamente igual, azul y roja, pero con la leyenda CD Teruel perteneciente a mi suegro (se la regaló un cuñado a mi hijo, el coleccionista de bufandas futboleras… el de los calcetines).


La perdimos. La bufanda granota. Pensamos que fue en La Romareda. Allí, en pleno agosto, en la primera jornada de la temporada pasada, se nos despistó con el “bufandeo” en el 19:09, o la arrastramos por el calor, se cayó por el camino, la dejamos olvidada o vaya usted a saber qué pasó… pero al juntar todo el material de vuelta al coche ya no estaba. La perdimos. No sabemos dónde acabó. Ahora ya no la tenemos, pero sí una historia, que -en el fondo- es lo que importa de verdad. O no.   

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